15 de abril de 2008

La ética de Harry Harlow

A veces uno como cientificio esta obligado a llevar la cruz de ciencia v/s vida, sin embargo hay quienes se escudan erroneamente en su profesión para justificar lo injustificable, a modo personal, como cientifica que soy creo que uno no necesariamente debe destruir para crear, si hechar a perder otra cosa para curar...nosotros como cientificos de la Vida, Biologos, Químicos, Médicos, etc...eso es lo que debemos anteponer, La Vida, cualquier Vida...no solo porque no pertenezca a nuestra especie es menos valida a la hora de existir...y eso deberiamos pensarlo...siempre, y no olvidarlo nunca desde el inicio de nuestra carrera hasta cuando la pongamos en práctica, y cuando jubilemos...

les dejo este texto que saque de www.animanaturalis.org

Para que piensen un poco...

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La ética de Harry Harlow (Primates en Laboratorio)

Por José Agustín Ortiz Elías [1]

Notas y comentarios sobre Blum, Deborah, Love at Goon Park. Harry Harlow and the Science of Affection, Cambridge, MA, Perseus Publishing, 2002, xvi+336 págs.

La experiencia de Deborah Blum como escritora y ganadora del Premio Pulitzer debería asegurarnos que un tema tan delicado y debatido como el de los estudios experimentales del doctor Harry Harlow acerca del comportamiento de apego en la especie Macacus Rhesus será tratado con seriedad, objetividad y argumentos sólidos. De hecho, no es esta la primera vez que Blum escribe sobre el psicólogo que tanta fama dio a la Universidad de Wisconsin, sino que ya se refería a él, en términos más bien duros, en su anterior libro The Monkey Wars (New York, Oxford University Press, 1994). Sin embargo, como trataremos de explicar en esta reseña, las credenciales de Blum no la exoneran del riesgo de elaborar una discusión argumental muy débil, en la que termina aceptando argumentos forzosamente inconsecuentes para soslayar los temas centrales en la polémica sobre Harlow, ni de rematar muy poco felizmente un estudio medianamente documental y magramente crítico. Al final del libro, tenemos una versión almibarada y “amistosa para el público” de Harry Harlow que, por un lado, él jamás hubiera deseado para sí mismo y, por otro, presenta una visión plagada de cegueras selectivas en el trabajo experimental de dicho autor.

Bloom empieza anunciando en la introducción que en este libro sólo “tocará brevemente” (p. x) el tema de la ética de la experimentación en primates, pues este estudio es más bien “una historia biográfica” (p. xi). Este modo de razonar tiene una deficiencia básica y muy común: supone que la ética es algo diferente a nuestra “biografía”, algo externo a nosotros, parecido a un decálogo que nos exige cumplir sus mandatos o recibir un castigo en caso de no ceder a la fuerza de su autoridad. La ética es, más bien, una condición práctica, el modo como uno construye las bases de lo que considera una buena vida para sí mismo o sí misma. Todas nuestras decisiones y acciones van construyendo nuestra ética a lo largo de la vida y son inexcusables cuando queremos reflexionar acerca de dónde hemos puesto el norte de nuestra existencia.

La vida del doctor Harry Harlow, en efecto, construyó muchos de los postulados y supuestos básicos (buenos o malos) que han sido usados para justificar la experimentación con primates posterior a su obra. Muchos de los supuestos que los actuales científicos adoptan a la hora de considerar las dimensiones morales de sus experimentos (para bien o para mal) con estas criaturas altamente sociables, provienen del trabajo de Harlow: por ejemplo, después de verse expuestos hasta la saciedad a decenas de fotografías de los experimentos de deprivación afectiva de bebés primates que figuran en los libros de texto básicos, los estudiantes de Psicología consideran este tipo de “prácticas” en sus cursos algo completamente normal, y son muy pocos los que se detienen a pensar en el significado de sus trabajos experimentales más allá de la superficie.

Por lo tanto, la exposición de la biografía del doctor Harlow, como la de cualquier otro personaje, necesariamente es una reflexión sobre la ética que ese personaje construyó. De lo contrario, los autores sólo podrían escribir relatos de hechos sucesivos en la vida de las personas (como en las biografías medievales) o suponer que ellas fueron meras víctimas de las circunstancias en su tiempo, con lo cual se pierde toda vena de vitalidad y solo queda una imagen congelada.

Después de un capítulo introductorio a los primeros años del doctor Harlow, en el que cuenta el modo en que el científico decidió cambiar su apellido de Israel a Harlow (p. 29) a instancias de las presiones francamente antisemitas de su maestro doctoral, Lewis Terman, mundialmente famoso por la elaboración de los test de inteligencia de Stanford – Binet, Blum pasa a desarrollar el primero de sus complacientes argumentos sobre la vida y obra de Harry Harlow, según el cual sus estudios eran necesarios porque se requería una oposición de carácter científico a las ideas sobre la crianza de los niños que en aquel entonces se sostenían. Según dichas ideas resultaba inadecuado para el desarrollo emocional y fisiológico de los bebés el cargarlos, abrazarlos, besarlos, acurrucarlos, tenerlos en brazos y prácticamente casi cualquier otro tipo de contacto físico fuera del nutriente, por parte de la madre.

Naturalmente, era necesario y pertinente criticar estas propuestas, lideradas en su momento por el doctor John Watson (p. 38) y luego con aun mayor fuerza por el doctor B.F. Skinner. Baste recordar que Skinner llegó a desarrollar máquinas de crianza aséptica para bebés, en las cuales el pequeño prácticamente no era tocado nunca por manos humanas y obtenía todos sus alimentos y la satisfacción de sus demás necesidades de un dispositivo mecánico programado en base a los principios del condicionamiento operante skinneriano. El propio investigador llegó a usar esta máquina en la crianza de su hija, tal como él mismo reseña en su libro Beyond Freedom and Dignity [2].

Sin embargo, la dramática situación a la que llegaron las creencias sobre la crianza infantil a mediados de los años 1920 no es argumento suficiente para sustentar la creencia de que sólo los experimentos del doctor Harlow en Macacus Rhesus podían cambiar las creencias tan difundidas entonces sobre la importancia de tener el mínimo contacto con el bebé, ni mucho menos que hayan sido las únicas que las cambiaron en la práctica. Lo más grave de todo es que esta afirmación viene contradicha por los hechos desde el mismo inicio: cuando el doctor Harlow inició sus estudios, todas las cosas que acabó escribiendo ya habían sido dichas en la comunidad científica y se encontraban publicadas en libros de autores como John Bowlby [3] o René Spitz.

Para pasar por alto este tema, Blum emplea un argumento sumamente débil: supuestamente, estudios como los de Bowlby no habían recibido ninguna aceptación en la comunidad científica de su país “a causa de la falta de data recogida sistemáticamente”. Este supuesto no solo acusa a la comunidad científica de una obtusidad mental cercana a la estupidez, sino que no refleja en absoluto el modo como progresan las ideas científicas. En tal sentido, las teorías nuevas tienen un “tiempo de incubación” y de “penetración” en el ámbito de la ciencia institucional, mientras van siendo discutidas. De hecho, hoy las ideas de Bowlby son mucho más recordadas e importantes para la comunidad de psicólogos que las de Harlow. Lo que Blum supone erróneamente es que existió una perfecta independencia entre el efecto que las ideas de Harlow causaron y el que a su vez causaron las de Bowlby: sin este último –y sin otros académicos como Bakwin y Bellevue- es muy probable que el propio investigador de Wisconsin no hubiera encontrado el eco que halló.

Si existe algún experimento por el que todo el mundo conozca a Harlow y a los laboratorios de Wisconsin, es sin duda el de las “madres substitutas”, los muñecos de tela o alambre proveedores de leche y/o una textura suave que eran proporcionados a los pequeños Rhesus como única fuente de amor materno. Pero aun esta idea de la madre substituta no es original de Harlow, sino que había sido completamente planteada, en términos mucho más benignos y concluyentes, tal como la propia Blum lo indica (p. 51), desde mucho antes por el psiquiatra René Spitz en un artículo datado en 1945 [4]; en el mismo, Spitz se queja de que los asilos para niños “ni siquiera den a los infantes una madre sustituta”, en quien ellos sin duda encontrarían una fuente indispensable de afecto. En ausencia de la madre biológica, aducía Spitz, el niño se volverá hacia otros, como un cuidador afectuoso o cualquier persona honestamente interesada en él (p. 52).

Trabajos como el de Spitz (“Devuelvan a la madre al bebé”, p.52) o el aun más gráfico y concluyente de James Robertson (A two year old goes to the hospital, p. 53), dejaron claramente establecida la importancia decisiva del contacto afectuoso entre los padres y el bebé antes que Harry Harlow aprisionase un solo Rhesus para sus experimentos.

Sostener que era indispensable que Harlow desarrollase sus experimentos para que sus postulados pasaran por el tamiz de la “ciencia dura” y proporcionasen los “indispensables datos cuantitativos” equivale a decir que el conocimiento sólo puede alcanzarse mediante métodos experimentales y el perfecto control de variables, cosa que es por demás falsa. También sería como decir que, en el ámbito de los fenómenos conocidos, la ciencia puede ejercer un imperialismo absoluto sin importar el sufrimiento que cause para ello, ejercer el monopolio del conocimiento sin pararse a pensar qué medios se están usando para tal fin. Esta es, efectivamente, la reflexión ausente en todo momento del libro de Blum. Como el propio Harlow escribió en 1953 (p. 89), es muy probable que sus estudios nunca hayan siquiera alcanzado al nivel del conocimiento de sentido común.

A su turno, Blum no pierde ocasión de presentar a Harlow como un hombre compasivo hacia los primates en general. Así, contrapone las ideas de Kurt Goldstein y Edward Thorndike, dos investigadores muy populares en su época, convencidos de la “insalvable distancia” entre las capacidades del hombre y las “inferiores cualidades” de las otras especies, con afirmaciones más bien sueltas de Harlow, quien afirmó que despreciando las habilidades de otras especies estaríamos despreciando nuestras propias habilidades. Sin embargo, no podemos concluir que estas palabras revelen una actitud evolucionada y abierta hacia la continuidad de las especies en el mundo natural, humanos incluidos, tal como hoy sostenemos, sino que el propio Harlow se encarga de hacernos ver que ni siquiera se trata de una actitud empática hacia los animales diferentes al hombre, sino una mera afirmación sobre la comparabilidad experimental del comportamiento de ciertos “animales” y el comportamiento del homo sapiens. Por ejemplo, el libro menciona el modo en que Harlow “obsequia uno de sus monos como mascota” (p. 85), lo cual revela cuál es el lugar que el doctor Harlow asigna a los monos en el contacto natural con el hombre: criaturas para la diversión de los niños humanos.

Más reveladoras aun de la actitud de Harlow hacia los primates son las quejas que él plantea sobre las condiciones en que le son entregados los “sujetos experimentales” y que Blum ingenuamente presenta como un indicador de la “actitud compasiva” de Harlow hacia “sus monos”. En un apartado verdaderamente increíble del libro, por lo revelador que resulta, Blum nos lo pinta de cuerpo entero:

“Harry still didn’t have enough monkeys in his lab. There were no domestic breeding colonies. Monkeys were hard to find, expensive, and often, after being trapped and shipping in less-than-nurturing conditions, half dead when they arrived. (…) Rat research worked on the principle of unlimited supply. When psychologists were testing conditioned responses, they often wanted inexperienced rats for each study. If an animal was already conditioned in one experiment, it was hard to separate the effect for the next study. So rats were rarely recycled. Harry once described the standard psychology experiment as a Blitzkrieg involving forty-eight rats: “The controls are perfect, the results are important and the rats are dead”.

“Harry Harlow might have taken the same approach if he’d had a similar river of monkeys flowing through his lab. But he had only a small pool, one he couldn’t afford to drain. He was a psychologist who had a finite number of tests subjects and an infinite number of (…) tests that he wanted to conduct. One forty-eight-monkey “do and die” study would have left him with a lab full of empty cages.” (p. 100).

La lógica que sostiene toda esta insólita argumentación sólo puede llegar a un punto: la actitud especeísta clásica, según la cual, sólo los hombres son sujetos de derechos morales, fines en sí mismos, y los otros animales tienen derechos menores o ninguno en absoluto, y disponer de sus vidas depende solamente de contar o no con un “flujo infinito de abastecimientos”. De acuerdo al texto de Blum, el problema de las condiciones en que los Rhesus son capturados (a menudo tras la matanza de su familia [5]), las horrendas formas en que son transportados y las consecuentes pésimas condiciones de salud en que son “entregados” al laboratorio, si sobreviven, era, en primer lugar, un problema de abastecimientos de Harry Harlow. Blum ignora completamente la medida en que este es un problema para los Rhesus. Su argumentación no deja lugar a dudas: el modo en que son maltratadas estas criaturas no sería problema si no fuera porque priva a los laboratorios de primatología del “necesario flujo de materia prima” con el que sí cuentan los laboratorios de roedores, que pueden matar sin mayor problema a sus animales después de haberlos hecho pasar por el primer experimento. Esto no puede sino reafirmar el hecho que Harlow (y Blum de paso) sostenía una actitud absolutamente instrumental hacia las vidas de los animales “destinados” al laboratorio.

Al igual que la persona que considera “lindos” a los animales y mima a sus mascotas mientras come hamburguesas, sin cuestionarse dónde y cómo vivió el animal cuya carne está consumiendo, Harry Harlow se dedicaba a estudiar experimentalmente las bases de la vida afectiva en Macacus Rhesus sin cuestionarse qué indecibles sufrimientos afectivos habían tenido que pasar esas criaturas para llegar hasta la mesa de su laboratorio. Esta es la típica actitud inconsciente e inconsecuente del que supone que “los animales fueron creados para nosotros”. Así, es francamente grotesco ver a Blum llegar al punto de sostener lo insostenible: que Harry Harlow era una especie de adalid de la causa de la sensibilidad animal, un luchador contra el punto de vista de Descartes sobre los animales como máquinas animadas.

Como para no dejarnos dudas, Blum vuelve a acometer el tema del suministro logístico de animales en términos todavía más claros:

“Still, Harry did not step directly into love; there was no triumphant flourish of research trumpets. In 1955, he had to tackle a different problem, more pragmatic, more urgent. It had to do with importing monkeys: He was beginning to hate that process. The animals were hard to find. They were expensive. They were often in terrible shape. Monkeys routinely turned up starving, battered in passage, seething with “ghastly diseases”. The hot-tempered, tropical viruses spread easily. The incoming macaques infected their cage mates. Playmates sickened alongside monkey playmates. Macaque mothers passed diseases to their infants. A laboratory with a new shipment of monkeys could more easily resemble a hospital than a research laboratory.” (p. 143).

Después de este párrafo, plagado de términos que describen a los primates como objetos que se transportan en un cargamento, Blum pasa a describir cómo Harlow decidió aislar a los bebés de sus mamás y crear las mismas condiciones asépticas y carentes de todo contacto maternal que supuestamente tanto criticó en las instituciones de salud de los años veinte y treinta, así como empezó a aplicar a las crías una dieta basada en grasa y lácteos vacunos. Evidentemente, puestos a hacer las cosas en “la realidad”, Harlow mostró cuál era el fondo de sus verdaderas creencias.

Existe un curioso paralelo entre las numerosas ocasiones en que los Macacus Rhesus confinados en el laboratorio del doctor Harlow muestran actitudes compasivas, sociales, amistosas, empáticas y de resistencia a olvidar la fidelidad a la madre y los amigos, y la publicación de numerosos estudios sobre similares capacidades en bebés humanos, que a lo largo de los años cincuenta y sesenta cambiaron definitivamente la concepción del potencial y las necesidades afectivas de los infantes y que concluyeron, en 1973, con la publicación del libro de Joseph Stone, Henrietta Smith y Louis Murphy, The competent infant. Revisando las páginas de este libro y leyendo las reseñas sobre estudios en la afectividad infantil, la misma pregunta nos viene a la mente una y otra vez: ¿para qué necesitaba hacer Harry Harlow sus experimentos si ya se sabía todo esto? Curiosamente, cuando Blum reseña este texto (p. 171-173) destaca el apoyo de los estudios del profesor Harlow a ciertas partes de su contenido, pero ni siquiera se plantea esta pregunta tan simple. En efecto, la insistencia de Harlow en aplicar estos extremadamente penosos experimentos en criaturas, mientras otros demostraban las mismas cosas y más mediante métodos de investigación mucho menos intrusivos y aversivos, sólo reafirma su fe de zombi en la superioridad del paradigma científico “duro”. La conclusión es, en cambio, muy simple: la afectividad materno infantil no era un objeto de estudio de nivel experimental sino de nivel observacional y, de hecho, la inmensa mayoría del conocimiento que hoy tenemos de ella procede de estudios que emplearon metodologías propias de ese nivel de investigación. Los estudios del profesor Harlow son perfectamente marginales, para fines prácticos, en el contexto de tal conocimiento y solo corresponden a la equivocada actitud de pensar que, en última instancia, todos los fenómenos que deseamos estudiar deben ser llevados al nivel cuasi experimental o experimental.

Aunque los experimentos del doctor Harlow son de sobra conocidos, en necesario hacer una breve reseña de los mismos para presentar los puntos finales de nuestra evaluación del libro de Blum. Se basaban en la idea de que los bebés necesitan del apego a una madre para poder desarrollarse. Esta creencia, que a todos se nos antoja obvia hoy en día, contaba con muchos detractores en las décadas previas al inicio de los experimentos de Harlow: numerosos hombres de ciencia sostuvieron que hacer demasiados cariños a los niños podía dañar seriamente el desarrollo de su personalidad (algunos inclusive sostenían que cualquier cariño podía hacerlo) y que era mejor aplicar una metodología de crianza espartana de “bebé al tubo”, o bien, un bebé casi confinado en una cuna aséptica, en contacto con la madre únicamente para nutrirse. Harry Harlow fue un importante opositor a estas ideas, no el único, y desarrolló una serie de experimentos con bebés Macacus Rhesus para demostrar los efectos devastadores de la falta del amor materno.

El experimento básico de Harlow fue el siguiente: un bebé rhesus, separado de su madre natural y aislado de todo contacto con otras criaturas, podía optar entre dos madres sustitutas para pasar el día: un muñeco hecho de piel o material suave y otro hecho con alambres y dotado de un dispositivo para entregar leche. Los bebés rhesus generalmente optaban por estar con el muñeco “suave” y acudían al muñeco de alambre estrictamente el tiempo necesario para alimentarse. Con el tiempo, el bebé llegaba a desarrollar un apego filial por el muñeco sustituto suave. A partir de este diseño, Harlow realizó innumerables variantes para demostrar la resistencia de los bebés a abandonar el amor materno. Entre los más notorios, Harlow analizó el efecto que producía en el bebé rhesus retirar intempestiva y definitivamente el muñeco una vez que la relación de apego se había formado y dejarlo completamente solo; en otras palabras, quitarle al bebé rhesus su madre sustituta después de haber creado una necesidad emocional de ella. El resultado -¡Oh, sorpresa!-: el bebé pasaba todo el día llorando amargamente y expresando un agudo sufrimiento emocional hasta llegar a la depresión, la inanición y el total agotamiento de sus energías vitales.

Más adelante, el doctor Harlow quiso comprobar el efecto que tiene en el desarrollo del afecto infantil la presencia de una “mala madre”, para lo cual creó una serie de dispositivos mecánicos derivados del muñeco sustituto básico. Una vez que el bebé rhesus había formado el apego con la “madre sustituta”, Harlow ponía en funcionamiento los dispositivos, que hacían que el muñeco se moviera violentamente, arrojando al bebé contra las paredes de la sala experimental, lanzara gases calientes o desplegara repentinamente unas puntas metálicas que obligaban al bebé a huir para evitar hacerse daño. Cuando la “madre sustituta” terminaba estos períodos de “locura violenta” y volvía a la normalidad, se observaba que (¡Oh, qué descubrimiento!) el bebé volvía a acercarse a ella y se abrazaba con más cariño aun que antes, tal vez como una sobrecompensación por el no-afecto o, posiblemente –en palabras del propio Harlow- como para demostrar a su “madre” que todo estaba perdonado y olvidado.

Harlow pronto pudo tener a su disposición auténticas “madres monstruo”, reclutando hembras Macacus Rhesus entre las que habían participado de los experimentos de extremo aislamiento social. Como consecuencia de su confinamiento, estas hembras eran extremadamente retraídas y carecían de todas las habilidades sociales que caracterizan a estos primates. Los intentos de hacerlas salir encinta fueron infructuosos, hasta que Harlow y sus estudiantes diseñaron un dispositivos de poleas y correas que permitía inmovilizarlas (colocarlas en una “actitud receptiva”, p. 217) mientras eran violadas por sus congéneres. Cariñosamente, Harlow llamaba a este dispositivo “el potro de violación” (“the rape rack” p. 243). El resultado nos muestra lo monstruosa que puede llegar a ser la total falta de habilidad para dar afecto: en el mejor de los casos, las madres-monstruo rechazaban a sus hijos por completo, mientras estos afanosamente hacían todo lo posible por volver a aferrarse a ellas, aunque fueran agresivamente rechazados una y otra vez. En algunos casos, las madres los arrojaban furiosamente contra las paredes, en otros los colocaban boca abajo contra el suelo y los golpeaban violentamente en la cabeza y en alguno simplemente mataron a la criatura con sus propias manos.

Tal vez sintamos que con esto hemos llegado al “no va más” de los experimentos de Harlow, pero aun nos falta el más devastador e inexplicable de todos ellos: el de las cámaras de aislamiento. En busca de los “orígenes de la depresión”, Harlow (entonces deprimido y alcohólico él mismo), diseñó un lugar denominado “cámara vertical”, donde un bebé Rhesus (en algunos casos, de tres meses de edad) podía ser confinado de modo que llegara a ver ligeramente el exterior en posición empinada y no tuviera ningún contacto con otras criaturas. Este aislamiento podía durar tres meses, seis meses o hasta un año, al cabo del cual el mejor modo de describir al joven rhesus resultante (y el más exacto también) sería recordando las fotos de los hombres y mujeres rescatados de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. La criatura resultante era una especie de zombi, de autómata emocional, absolutamente incapaz de cualquier vida social.

Llegados a este punto en la descripción de tales horrores, la pregunta más rápida que podemos hacernos es “¿para qué sirve todo esto?”. Harlow trató de justificarse diciendo que ningún experimento que implicara dañar animales se desarrollaba en sus laboratorios a menos que fuera para determinar también la cura (p. 221), pero este no es el punto. Además que resulta bastante cuestionable de qué modo se puede encontrar la “cura” para los bebés rhesus asesinados a golpes por sus propias madres, el centro de este tema es que ningún animal pasó por el laboratorio de Harlow sin recibir un terrible daño emocional. No importa de cuánta “ayuda terapéutica” hayan podido disponer estas criaturas después, el hecho es que se les causó sufrimientos metódica y reiteradamente y se les usó indebidamente al servicio de los intereses del único animal de la naturaleza que tiene la arrogancia de llamarse superior a los miembros de otras especies.

Hemos descrito en detalle varios experimentos del doctor Harlow para mostrar que todos ellos implicaban daño y ninguno verdadero beneficio para los rhesus; los únicos beneficios son pálidos reflejos de una ayuda psicológica a seres que habían sido previamente dañados en nombre de la ciencia. No existe un solo experimento de Harlow que empiece analizando los efectos benéficos de una verdadera buena crianza: todo es constricciones a esa crianza, al cuidado materno y a la vida familiar, todo es depresión inducida en múltiples formas.

El epílogo del libro, titulado “Amor extremo”, trata de hacer una evaluación global de la figura de Harlow en términos muy complacientes, aunque deslizando muy suaves críticas esporádicas en el texto. El resultado es peor de lo que Blum o Harlow hubieran deseado y acaba dejando al investigador de Wisconsin en muy mala posición. La argumentación de Blum se basa en los siguientes argumentos: (a) hoy en día millones de niños son felices gracias al modo cariñoso en que sus padres los crían y (b) el único modo de adquirir el conocimiento necesario para saber que ese trato cariñoso es indispensable, era mediante los estudios de Harry Harlow. En consecuencia, los experimentos con los Macacus Rhesus eran inevitables, aunque –matiza Blum- es deseable que no vuelvan a ser practicados nunca más. De hecho, Blum cita al propio Harlow.

“Remember, for every mistreated monkey there exist a million mistreated children. If my work will point this out and save only one million human children, I really can’t get overly concerned about ten monkeys.”

Ante la pregunta de Robert Sapolsky: “¿Por qué torturar a bebés monos para probar lo obvio?”[6], Blum responde: porque en la época de Harlow la conección entre el amor y el desarrollo no era obvia. Los experimentos de Harlow pueden ser comprensibles en tanto fueron practicados en una época en que eran necesarios para romper las actitudes más difundidas (p. 204). Por otro lado, afirma Blum, las cuestiones sobre el debido trato a los animales no eran un tema común en esos años, lo que explica que el doctor Harlow no comprendiera la necesidad de plantearse esas cuestiones (p. 302).

Preguntados sobre por qué nunca cuestionaron a su maestro, los alumnos de Harry Harlow dan las mismas respuestas: estaban obligados a hacerlo, aunque no era su opción personal; Harlow era demasiado famoso para decirle que no o para cuestionar el por qué hacía esas cosas (por ejemplo: los bebés eran dejados seis meses en la cámara vertical simplemente porque parecía “un punto de control natural”; p. 303).

Todos los argumentos presentados en los párrafos precedentes nos muestran la fuerza que el conformismo y la falta de cuestionamiento pueden llegar a tener entre los humanos. La necesidad de creer que uno está siempre “haciendo lo correcto” es más fuerte que las verdades más obvias que se presentan ante nuestras propias narices. La argumentación de Blum, respecto a que el único modo de hacer ver a los padres la importancia de criar cariñosamente a los niños era practicando estos terribles experimentos, adolece de la falacia del argumento negativo: el único modo de hacer “buenas” a las personas es mostrándoles lo que es malo. Es exactamente lo mismo que hacen quienes sostienen que un modo de “templar el carácter” de sus hijos consiste en llevarlos a ver espectáculos violentos y hasta sangrientos, como peleas de perros y corridas de toros. La otra parte del argumento, que la comunidad científica no hubiera prestado control a otros estudios menos “controlados” que los de Harlow, no solo es absurda, sino que ignora el modo como ha avanzado el conocimiento en la historia: ni Sigmund Freud, ni Karl Jung, ni Carl Rogers necesitaron hacer sufrir animales para demostrar sus ideas, consideradas decisivas en la historia de la psicología. Lo mismo sucede en otros campos de las humanidades y las ciencias sociales, donde muchos científicos investigadores han hecho más bien todo lo posible por oponerse a quienes causaban sufrimiento indiscriminado a diferentes especies.

El argumento de que Harlow no tenía por qué ver la necesidad de cuestionar sus experimentos debido a la época en que vivió es todavía más débil, pues podría dar apoyo a las ideas de quienes defendieron la esclavitud por el hecho que la misma era considerada normal en la época en que vivieron. Lo único que este argumento dice es que debemos aceptar las ventajas indebidas existentes en una etapa de la historia, como si fuesen un evento natural.

Hemos reservado para el final la cita de Harlow, que más o menos dice que es justificable sacrificar “diez monos” para mejorar las condiciones de vida de millones de niños. El lector ya debe haber descubierto por su cuenta la debilidad principal de este argumento (supone erróneamente que el único modo de mejorar las condiciones de vida de los niños era sacrificando a los monos), por lo que nos concentraremos en su contenido ético formal. Lo que sustenta esta creencia es la idea implícita de la superioridad de los intereses humanos sobre los de otras especies. Ello queda evidenciado si cambiamos “diez monos” por “diez peruanos”, o “diez migrantes”, en el argumento. ¿Por qué sí nos suena aberrante sacrificar a “diez peruanos” para mejorar las condiciones de vida de millones de niños y no sacrificar a “diez monos”?, ¿acaso no es exactamente el mismo argumento? En efecto, lo es. Lo único que nos crea la impresión de una diferencia es nuestro hábito de pensar en el hombre como “la cima de la creación”, como una especie cuyos intereses se sobreponen a los de todas las otras. Esta idea ignora que la condición genética de homo sapiens no nos hace, de por sí, especiales en modo alguno. Este tipo de pensamiento supone que nuestros derechos humanos tienen una naturaleza casi biológica, cuando no es así.

Nuestros derechos no son de naturaleza biológica sino moral. ¿Qué es lo que le da derechos a una criatura? Los filósofos humanistas dicen que sólo podemos tener derechos en la medida en que exista una reciprocidad con “el otro” (derechos frente a obligaciones) y usan este argumento para negar que los animales tengan tales derechos o inclusive, en el caso de Fernando Savater, para justificar las corridas de toros[7]. Existen dos modos de refutar esta posición: el primero consiste en recordar a Savater y a los demás filósofos humanistas que la noción de reciprocidad (afectiva especialmente) sí existe en otras especies diferentes al hombre y que está copiosamente documentada en la bibliografía especializada. El segundo modo de rebatir el argumento consiste en recordar que, mientras existen otros animales capaces de reciprocidad, hay humanos que no son capaces de la misma en absoluto (por ejemplo, quienes viven en un coma permanente) y que por lo tanto dicha reciprocidad no es un límite filosófico claro en modo alguno.

Como señaló el filósofo Jeremy Bentham[8], lo que nos da derechos morales no es nuestra capacidad de pensar o de hablar, sino la capacidad de sufrir. Una vez que un organismo tiene la capacidad de sufrir es moralmente malo inflingirle sufrimiento, pues él hará todo lo posible por evitarlo. Esto es, tendrá el interés de evitar el dolor. El hecho que el dolor sea experimentado por un Macacus Rhesus, un venado rojo, un pingüino de Humboldt, o por mi vecino, no hace una diferencia desde el punto de vista moral sobre el hecho específico, el dolor en sí. Los animales sufren ese dolor de modo muy parecido a nosotros y en consecuencia tienen los mismos derechos que nosotros en cuanto a evitarlo en sus vidas. Todo el dolor que nosotros les provoquemos procede del abuso de ventajas ilícitas sobre ellos. En consecuencia, siempre es éticamente malo causar dolor a cualquier criatura, a menos que sea para, por ejemplo, salvar directamente una vida. Si yo tengo que aceptar que me den una pinchada dolorosa en la espalda para hacer una donación de médula que salvará la vida de alguien, entonces ese dolor no solo es bueno, sino que debo sentirme obligado a sufrirlo.

Los experimentos de Harry Harlow produjeron múltiples dolores en criaturas altamente sensibles con el fin de alcanzar un conocimiento que podíamos adquirir por muchos otros medios. Aunque no hubiéramos tenido otra forma de adquirir ese conocimiento, todavía deberíamos preguntarnos si existía alguna justificación para practicar esos experimentos. La respuesta es, claramente, no. No, pues, para comenzar, los abogados de la “crianza fría” y sin contacto madre-hijo tampoco habían podido demostrar en absoluto su punto y no habían logrado producir ni una sola evidencia que realmente demostrara los beneficios del modo de “crianza” que proponían; la veracidad de sus escritos se basaba exclusivamente en su autoridad y su prestigio personal. Por otro lado, aunque hubieran aportado dicha evidencia, existe un camino muy largo en la investigación científica antes de llegar al punto en que realmente nos enfrentemos al dilema de producir sufrimiento para alcanzar el conocimiento o no hacerlo. En consecuencia, los Macacus Rhesus fueron víctimas de una argumentación arrogante entre homo sapiens, como tantas otras víctimas de nuestro viejo hábito de sacrificar lo que sea con tal de tener la razón a cualquier precio.

Lima, noviembre de 2004


[1] Profesor de ética para los negocios, socio fundador y ex presidente de la Sociedad Tolkien Peruana (STP).

[2] Skinner, B.F. (1971), Beyond Freedom and Dignity, New York, Knopf.

[3] Para una visión retrospectiva, véase Bowlby, J. (1980), Loss, Sadness and Depression, Vol. III of Attachment and Loss, London, Basic Books.

[4] Spitz, René, “Hospitalism: An Inquiry Into the Genesis of Psychiatric Conditions in Early Childhood”.

[5] Cabe recomendar al respecto el reciente libro de Dale Peterson, Eating Apes, Berkeley, The University of California Press, 2003. Fotografías de Karl Ammann.

[6] Sapolsky, Robert (1992) , ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?, Madrid, Alianza Editorial.

[7] Savater, Fernando (1996), El contenido de la felicidad, Madrid, Taurus.

[8] Bentham, J. (1907[1789]), Introduction to the Principles of Moral and Legislation, Oxford, OUP.

Los Querubines

Los Querubines
Cuenta la leyenda que en el cielo hay un grupo de angeles traviesos, Los querubines, quienes son los soldados que cuidan a nuestros bebes peludos, son sus angeles guardianes,...para mi son aquellos que guiaron a la Negra de regreso a San Joaquin cruzando Avenida la Florida y Americo Vespucio, sin ningun rasguño, son quienes salvaron la vida de Blankita haciendo que el Punzon no traspasara las costillas solo causandole heridas leves....son quienes trajeron a mi vida a Candy, Canito, y a todos los miembros de lo que yo llamo Mi Manada...

Gracias